sábado, 20 de febrero de 2010

Algo habrá hecho.


Afortunadamente, siempre hay personas y situaciones que te bajan de las nubes para poder ocuparte de asuntos más pedestres y que este blog no parezca un refrito de erudición de consumo y pose literaria. Esta vez la encargada de tan encomiable misión fue una revisora del metro. Una chica de ademanes firmes y más o menos mi edad, que se encaminó directamente hacia mí, a la mitad del vagón, para solicitarme el billete. Le enseñé tranquilamente el bono pero claro, algo tenía que fallar. Lo supe cuando vi la expresión de triunfo en sus ojos al decirle que no llevaba encima la tarjeta.
-Vente conmigo -dijo con resolución, y me hizo bajar en Casa de Campo, con todas las miradas del vagón clavadas en mi cogote.
Salí preguntándome si mi destino sería el mismo de haber llevado abrigo de Zara y las bailarinas con lacito de serie, pero no. Me repetí que había sido por casualidad y que la chica trataba de hacer bien su trabajo (aunque ya me empiezo a cansar de pensar siempre lo mejor del prójimo). Una vez en el andén, me hizo releer la letra pequeña del bono, restregándome mi fallo, mientras se disponía ufana a rellenar el formulario de sanción. Mientras daba mis datos notaba una presencia pegada a mí todo el rato. Ya le iba a decir al interfecto unas palabras sobre el espacio vital ajeno cuando me percaté que era el segurata, velando por la integridad de su compañera. Pensé con mucha risa lo que creía que podía hacerle, o si tendría una pinta muy amenazante. Nuevamente traté de calmarme diciéndome que el protocolo sería el mismo para todo el mundo, aunque esta vez no surtió tanto efecto quizás por lo nerviosa que esa proximidad me estaba poniendo. La mirada de incredulidad de la revisora ante mi respuesta de si era la propietaria del bono fue sucedida por una expresión algo así como de "venga, di la verdad". No pensaba obsequiarla con mayores detalles, así que tras ficharme eficaz y concienzudamente se limitó a darme un papelito con la dirección y el teléfono del Consorcio Regional de Transportes y allí me dejaron, el segurata y ella, compuesta y sin bono, y además llegando tarde a mi cita.
Traté de sofocar las ganas que me dieron de morder a alguien con la idea de que eran ellos los que llevaban razón y yo la que había hecho un "uso indebido" del billete, no sin la dolorosa punzada de que aquellos que tratan de cumplir como buenos ciudadanos son los que más palos se llevan de todas partes. No me dolía el hecho de que me hubieran quitado mi bono así, por las buenas; me dolía aquella mirada de incredulidad ante mi respuesta, aquella presencia acosadora de las fuerzas del orden; me dolía que me hubieran juzgado única y exclusivamente por mi aspecto. Pero cuidado, me dolía exactamente igual que aquellos comentarios tras mirar mi expediente, preguntando los motivos de hacer dos carreras tan inútiles. Me dolía que en esta sociedad seas culpable hasta que no se demuestre lo contrario, esa expresión colectiva que me siguió a mí al bajarme, la misma que cuando se ve a la policía pedir la documentación a un inmigrante o registrar el equipaje de alguien con aspecto alternativo, de "algo habrá hecho". Y yo también lo pienso, no me excluyo.
El resultado: tuve que pagar otra vez el importe del bono y me han emplazado a una nueva visita si quiero conseguir el bono del mes siguiente. Volví a casa preguntándome cómo se habría comportado la revisora si midiera 1'90 y fuera compartiendo amablemente la música de mi móvil con el resto del vagón. Estoy a punto de alcanzar la salida cuando me aborda un chico risueño, con tarjetita del Círculo de Lectores.
-Perdona, reina -quisiera saber desde cuándo han introducido técnicas marujiles en la escuela de marketing - ¿te gusta leer?
A punto estuve de pararme y preguntarle que qué opinaba a juzgar por la pinta que yo tenía. Pero decidí que no merecía la pena.
-No, lo siento -respondí sin detenerme, y me quedé tan ancha.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Es domingo.


Lo que soy, lo que espero, lo que ansío
lo sé yo
y nadie más.
Porque sólo yo vi
cómo se derrumbó la bóveda acristalada
en un día de sol.
Porque sólo yo sentí ganas de llorar
una mañana de domingo.
-Pero di algo.
-Para qué, si sólo yo
lo vi...
La gente sigue caminando hormigueos
entre el metro.
-Pero señores ¿no
oyen el grito de los hierros
desnudos
arañando el aire?
¿no ven que están pisando
los trocitos de cristales
triturados
en el suelo?
Encoger hombros.
-¿Y qué?
Deja de molestarnos con lo que
ves.
Hoy es domingo, somos felices.
-¿No sienten el polvo que
se mete por los ojos hasta
nublar la mente,
hasta obcecar los miembros y que
hace grises cada uno
de mis días?
-Hay que llevar a los niños al parque, es fiesta,
es domingo.
El aire es limpio, el cielo
es puro; sólo tus ojos
no lo son.
-El estruendo me puede, la metralla me
ahoga.
-Pues búscalo, búscalo... que se pierde entre
la niebla.
Se va, se aleja entre cascotes.
-Para qué si solamente yo
lo vi. Sólamente
yo, tú te fuiste.
¿Nadie,
nadie más...?
-Pero di algo.
-Sólo yo lo vi.
Solamente yo
lo sé.

domingo, 7 de febrero de 2010

De vampirica philosophia.


Esto va por rachas, como tantas otras cosas, y esta vez ha sido al hilo de que, de pronto y sin mayor justificación, ideas que llevan un montón de tiempo dando vueltas en la cabeza sin llegar a ningún término deciden que ya es hora de salir de allí. Así que a uno de mis cuentos le va a continuar una segunda parte concebida bastante tiempo atrás y con unas circunstancias notablemente distintas, pero cuyo argumento puede adaptarse muy bien a los fantasmas de los que necesito deshacerme en estos momentos. Y la empresa -en plenos exámenes- exige la preparación de una atmósfera adecuada, lo que significa que muchas veces acabo barruntando más las lecturas y las pelis que los apuntes, mientras escucho la música adecuada. Es ya mucho tiempo de darle vueltas al tema. Todo lo relativo a los vampiros me ha fascinado desde que recuerdo -y a quién no, también es verdad. Y eso que siempre me ha dado un miedo horrible cualquier minucia que a la mayoría suele dar risa, pero con los vampiros es diferente. Por supuesto que también me daban miedo, pero es como si estuvieran por encima de eso. En un vampiro, en sus cuentos e historias, la estética impera sobre todo lo demás. No hay ni uno solo de sus crímenes que sea feo, ninguno de mal gusto, ninguno que hiera la sensibilidad. Buscamos en ellos la belleza de la muerte, del coqueteo entre el eterno decadente y la ausencia de corrupción, cuando su existencia no es más que una búsqueda desesperada e insaciable de la belleza de la vida. Y una de las claves de su tragedia es que no la pueden retener, se les escapa entre los dedos al alimentarse de ella, la tienen pero la pierden en el mismo instante en que la consiguen. Tal vez su esencia trágica sea esa: han conseguido una de las cosas más ansiadas que se puedan desear, la inmortalidad, la eterna juventud; pero sus preocupaciones siguen siendo mortales, sus dilemas son tan próximos que nos conmueve la continua zozobra que los sacude entre estos y una naturaleza fría y ya muerta, a la que poco deberían importar estas cuestiones. Nos conmueve y nos fascina en todos los sentidos, para qué negarlo. Es la expresión máxima de la estética por encima de todo dilema moral, de la belleza sin importar su precio. Y una de las vías más directas para llegar a ella es la erótica. En el fondo, es una búsqueda tan parecida... las alimenta una misma energía, una misma ansia. Y nadie podrá negar el dominio de lo morboso en la fascinación que muestran humanos por vampiros, y vampiros por humanos. Al fin y al cabo, no deja de ser un anhelo de posesión absoluta. Una posesión que se desvanece precisamente cuando se culmina, una continua aspiración frustrada que no puede abandonarse, a pesar de saber que se va a seguir fracasando eternamente, porque si no la vida se acaba. ¿Es posible que pueda haber algo más profundamente humano que eso?