jueves, 31 de mayo de 2012

The four Horsemen.

Sabes que estás ante dioses cuando la masa calla, sujetando el barullo anterior en una tensión que tiene minutos y segundos concretos. Porque cuando acaben aquellas notas sabiamente escogidas, aquella imagen que le mete a uno directamente en la épica, estarán ellos ahí. Entonces uno quiere que acaben y que no acaben esos compases, quedarse ahí, flotando en el momento.
Pero los dioses llegan, y sus adeptos se deshacen en una oleada de amor infinito. Los dioses son piadosos y no se olvidan de ellos, los dioses saben lo que ellos quieren. Se dejan ver en las alturas con sus instrumentos que todo lo pueden, porque cada respiración del acólito está en función de ellos. Pero también se acercan, parecen caminar sobre la masa, dejan que casi casi los toquen. Saben que se deben a ellos porque sin ellos no serían dioses. Ellos son los que pagan su divinidad. Y ahí están, como los cuatro elementos, o los cuatro puntos cardinales; cada uno en su universo y, a la vez, tocándose. El pulso telúrico, el cabalgar lento y poderoso del bajo, agarrado a la tierra; el trono multiforme de bombos, platos y pedales; el látigo grácil y llameante de la guitarra; y la voz, que une a la masa con lo que siempre habían soñado.
Los dioses saben de los gustos del adepto, emplean todos los poderes para su mayor gloria. Conocen el poder de la música y lo manejan a su capricho para tener el corazón de sus fieles en un puño. No escatiman luz, ni fuego, ni tecnología que permita ver hasta la más mínima gota de sudor. Porque los dioses también sudan y quieren recordar, con su indumentaria, que ellos también fueron simples adeptos en su día, muchos eones atrás.
Si los dioses fueran altivos, distantes, reinarían sobre el temor, y no sobre los corazones. Permanecería cada uno en su divino fulgor, sin esos gestos de complicidad que despliegan uniendo sus talentos. Pisotearían a la masa en vez de caminar sobre ella. No se apagarían las luces y permitirían ver sus humildes figuras, agradeciendo al acólito el honor de haber compartido el milagro, de participar en la leyenda. No lo harían por temor a que, en esas circunstancias, los abandonara su divinidad. Pero estos dioses parecen negarla sin reñirse por ello con el espectáculo, con la epifanía. Parecen negarla y abrazan al aire en un abrazo colectivo en el que ellos son la masa y la masa son ellos. Y los adeptos olvidan que están bajo el despliegue hipnotizador de la música, que sabe ser visceral y profunda, y abandonan el templo convencidos de haber rozado el éxtasis, de haber estado más cerca de  lo sobrenatural de lo que nunca han podido estar en su vida.



martes, 22 de mayo de 2012

Orteguiano (poema de long time ago...)




Prefiero guardarte así, como yo
sin circunstancias;
como la eterna posibilidad de lo que pudo haber sido,
como el instante de contemplar
el regalo aún envuelto.
Porque tú en las circunstancias
habrías sido simplemente
lo que eres, te habrías cubierto
de arena y polvo,
ése que va atascando engranajes de rutina,
hasta que un día todo se acaba porque es gris y monótono
y ya no tiene luz.
Así que en mí no serás tú,
sino lo que tantos otros aspiran a ser
un día en alguien.
Y tendré la maldad,
para ti y para mí misma
de que jamás sepan que lo que una vez soñaron
entre letras
existe entre la carne.

domingo, 6 de mayo de 2012

París. Y los cuadros de Chagall.




-¿Que pintemos un mural?
-Un mural, sí. En grupos. He traído varias postales de Chagall.
Y así empezó todo, en una clase de plástica de secundaria.
Ahora vuelvo a estar frente a un azul de Chagall. Porque Chagall, en su sabiduría omnicromática, es dueño y señor de los azules. Bueno, quizás también de los rojos, viendo el circo de ese color que está un poco más allá.
París. Entre dos orillas. Se titula el cuadro. París con un dejo de angustia, aunque el cuadro sea azul. Lo que más me fascina de Chagall es su capacidad para hacer que sea imposible percibir la totalidad de los detalles en cualquiera de sus cuadros. Como un ser vivo, se transforman al ser vistos. Lo que parecían lineas, vagos contornos en la densidad onírica de su atmósfera, acaban siendo pequeñas figuras, casitas, planetas. Mundos dentro de otros mundos, y así hasta el infinito.
Decía Matisse que el objetivo de su pintura era servir de descanso visual y mental tras la dura jornada de trabajo del obrero. Una especie de sofá anímico. Chagall provoca en mí ese efecto, como una zambullida. Hay un detalle en la parte inferior del cuadro, un simple puente con siluetas de árboles muy desdibujadas -ni se aprecia al alejarse un poco- que, no sé por qué, me llena de tranquilidad. Tal vez sea el horizonte en el campo de alguno de mis días. No lo sé, porque ahí está París ocupando el primer plano. Dan hasta ganas de irse al París que pinta Chagall. Intento que permanezca así en mi mente el azul del Sena, el azul de los Campos Elíseos, el azul de Notre Dame. Los recito en la cabeza como un mantra para cuando París sea el París de verdad y no el de Chagall. Para cuando intente distinguir en su cielo gallos, lunas, gárgolas, cabritas. Y amantes, discurriendo por la pintura como el Sena. Amante que me va a faltar cuando esté allí. Que me faltará su mano, su calor, sus caricias, su presencia, su luz. Su luz que ahora no escribo. Será tan grande la oscuridad cuando ella falte que trataré torpemente de hacerla volver a mí con palabras, frías. Miles de nimiedades que, por próximas y alcanzables, pasan ahora desapercibidas a mi razón, allí crecerán angustiosamente, y trataré de ahogarlas con una hoja de papel.
Me dicen que es hermoso estar triste en París. Las cabritas de Chagall nunca están tristes, Chagall fue feliz allí. Yo estaré triste y volveré, y conmigo mis tristezas que, quieran los dioses, acaben flotando azules, pequeñitas y juguetonas, en un cuadro de Chagall.