domingo, 29 de junio de 2014

Querida Ana María.



Querida Ana María:
La verdad es que nunca había hecho esto, lo de escribir a alguien importante para mí que se va, y eso que ya se han ido unos cuantos. Como ellos, serás objeto de biografías, semblanzas y análisis, muchos y muy bien hechos; sin embargo, lo primero en que pensé cuando me enteré de que ya no podría verte, fue aquella única vez que te tuve cerca, físicamente me refiero. En aquel momento no me atreví a acercarme, ni a decirte nada. Para qué, si mis palabras, iguales a tantas otras que te habrían dicho, no iban a poder devolverte ni una mínima parte de lo que me has dado tú con tus libros. Pero ahora te has ido y, aunque me parece lamentable todo el sepelio de elogios que suele acompañar al sepelio real, la mayoría vacíos y porque lo requieren las circunstancias, creo que te lo debo; alguna vez tenía que escribirte, y no es esta ocasión peor –ni mejor- que cualquier otra.
Debo confesar que no recuerdo cuál fue la primera vez que te leí, ni de cuándo me di cuenta de cuánto iba tu mundo a fortificar y embellecer los cimientos del mío. Simplemente, un día estabas ahí. Las pesquisas sobre tu vida y tu obra, la voluntad de enaltecer y dignificar la fantasía a raíz de tus lecturas, vinieron mucho después. Creo que el asombro llegó al descubrir, entre tus páginas, que tú dabas importancia a las mismas cosas que yo. Cosas que, por otra parte, no parecen importar demasiado hoy en día o, peor aún, son “para niños”. Tú, con tus palabras, fuiste capaz de remontarte a las raíces de mi infancia y dar sentido a tantas horas embelesadas ante libros de cuentos; a tantos momentos absorta en la cama sin dormir, fabulando por fabular; a tantas expediciones a la bolsa de los trapos viejos en busca de disfraces para ser otra yo y vivir en otro mundo.
¿Sabes? De pequeña soñaba con que en alguna parte existiera un libro de cuentos que nunca acabase; que cada noche, al abrirlo, apareciese una historia nueva y desconocida tendiéndote los brazos. Sólo en la época en que comencé a leerte me di cuenta de que todo aquello era mucho más profundo de lo que una sociedad mojigata y de doble moral quería hacernos creer. De que los cuentos, la fantasía, no eran un mero producto poblado de hadas, trasgos y elfos para tenernos un rato entretenidos. De que el bosque que yo anhelaba, y me aterraba a la vez, estaba dentro de mí, y de los padres de mis padres, de todos los padres de nuestros padres.
¿Sabes? De pequeña quería ser mayor. Como todos los niños, supongo; me refiero más bien a que quería leer libros cada vez más difíciles, discutirlos con adultos cultivados. Sólo ahora, cuando he crecido, me he dado cuenta de mi error; sólo ahora soy capaz de comprender que es imprescindible conservar algo de infancia dentro para percibir esa parte de la realidad tan inasible y tan importante para que vivir no sea poco más que comer, beber, respirar, ascender socialmente, comprarse cada vez mejores cosas. Vivir de manera más auténtica, en resumen. Esa parte tan difícil de explicar y que tú haces aparecer ante los ojos como si hubieras sellado un pacto con la niña que fuiste –que eres- para que nunca te abandone; para que, a través del cristal azul de los ojos de tu muñeco Gorogó, del cristal azul de Ardid, puedas ver las cosas en toda su belleza y toda su crueldad.
En realidad, no pasa tanto tiempo desde la infancia; yo desde luego recuerdo cosas de la mía con absoluta nitidez. No hablo del recuerdo en sí, sino a lo que pensaba cuando lo llevaba a cabo, a las motivaciones de mis miedos y mis juegos. Fui una niña miedosísima, a diferencia de ti, que te refugiabas en la oscuridad del cuarto de castigo y hacías saltar chispitas de los terrones de azúcar; que encaraste los ojos amarillos del Demonio con tus propios ojos en lo profundo del Bosque. Quiero creer, sin embargo, que el miedo es una forma también de perseguir el misterio, de no olvidar nunca ese Bosque-Encrucijada, donde van a parar todas las invenciones que están dentro de uno.
Inventar te salvó a ti, Ana María, como me salvará a mí y a otros tantos, locos y cuerdos. Inventar como forma de vivir, con la cabeza y con las manos. Eso tú lo tuviste claro durante toda tu vida, en forma de pequeños pueblos e inverosímiles joyas, con el Mediterráneo de fondo, pero siempre pensando en el Norte que es, como todo el mundo sabe, de donde vienen los cuentos. Yo lo intento, Ana María, por las intuiciones que siento aquí dentro. Intento que mi propia vida no me aplaste; volver a las páginas, las historias y las manos cuantas veces haga falta. Soy débil y continuamente me impongo excusas –obligaciones, cansancio- para no hacer lo que realmente ansío (son increíbles las trampas que nos tendemos a nosotros mismos, como si nuestro adulto interior reprimiese a nuestro niño continuamente). Tal vez sea que me da miedo, ojalá no sea que me da pereza. A pesar de todo, deseo humildemente hacer una mínima parte aunque fuera de lo que tú has hecho: revelar lo visible y lo invisible, lo bello y lo terrible, revelarnos a nosotros mismos y nuestra sed insaciable de historias para aprehender el mundo, para aprehendernos a nosotros.

No me entristece tu partida, Ana María. Sigues aquí, tu necesidad de inventar hizo que destilaras toda tu preciosa esencia para nosotros, para que permanezca aquí una vez que te vas. Sólo me entristece no haber podido decirte estas palabras cuando vivías, cuando más necesarios son los homenajes. Ahora no es momento para las mismas. Ahora es momento de que tu Isla parta, de que galopes libre por la Estepa, como siempre soñaste. De que descubras, al fin, el secreto que alberga y que hace a los hombres matar, morir, avanzar… y contar historias.