Querida
Ana María:
La
verdad es que nunca había hecho esto, lo de escribir a alguien importante para
mí que se va, y eso que ya se han ido unos cuantos. Como ellos, serás objeto de
biografías, semblanzas y análisis, muchos y muy bien hechos; sin embargo, lo
primero en que pensé cuando me enteré de que ya no podría verte, fue aquella
única vez que te tuve cerca, físicamente me refiero. En aquel momento no me
atreví a acercarme, ni a decirte nada. Para qué, si mis palabras, iguales a
tantas otras que te habrían dicho, no iban a poder devolverte ni una mínima
parte de lo que me has dado tú con tus libros. Pero ahora te has ido y, aunque
me parece lamentable todo el sepelio de elogios que suele acompañar al sepelio
real, la mayoría vacíos y porque lo requieren las circunstancias, creo que te
lo debo; alguna vez tenía que escribirte, y no es esta ocasión peor –ni mejor-
que cualquier otra.
Debo
confesar que no recuerdo cuál fue la primera vez que te leí, ni de cuándo me di
cuenta de cuánto iba tu mundo a fortificar y embellecer los cimientos del mío.
Simplemente, un día estabas ahí. Las pesquisas sobre tu vida y tu obra, la
voluntad de enaltecer y dignificar la fantasía a raíz de tus lecturas, vinieron
mucho después. Creo que el asombro llegó al descubrir, entre tus páginas, que
tú dabas importancia a las mismas cosas que yo. Cosas que, por otra parte, no
parecen importar demasiado hoy en día o, peor aún, son “para niños”. Tú, con
tus palabras, fuiste capaz de remontarte a las raíces de mi infancia y dar
sentido a tantas horas embelesadas ante libros de cuentos; a tantos momentos
absorta en la cama sin dormir, fabulando por fabular; a tantas expediciones a
la bolsa de los trapos viejos en busca de disfraces para ser otra yo y vivir en
otro mundo.
¿Sabes?
De pequeña soñaba con que en alguna parte existiera un libro de cuentos que
nunca acabase; que cada noche, al abrirlo, apareciese una historia nueva y
desconocida tendiéndote los brazos. Sólo en la época en que comencé a leerte me
di cuenta de que todo aquello era mucho más profundo de lo que una sociedad
mojigata y de doble moral quería hacernos creer. De que los cuentos, la
fantasía, no eran un mero producto poblado de hadas, trasgos y elfos para
tenernos un rato entretenidos. De que el bosque que yo anhelaba, y me aterraba
a la vez, estaba dentro de mí, y de los padres de mis padres, de todos los
padres de nuestros padres.
¿Sabes?
De pequeña quería ser mayor. Como todos los niños, supongo; me refiero más bien
a que quería leer libros cada vez más difíciles, discutirlos con adultos
cultivados. Sólo ahora, cuando he crecido, me he dado cuenta de mi error; sólo
ahora soy capaz de comprender que es imprescindible conservar algo de infancia
dentro para percibir esa parte de la realidad tan inasible y tan importante para
que vivir no sea poco más que comer, beber, respirar, ascender socialmente,
comprarse cada vez mejores cosas. Vivir de manera más auténtica, en resumen.
Esa parte tan difícil de explicar y que tú haces aparecer ante los ojos como si
hubieras sellado un pacto con la niña que fuiste –que eres- para que nunca te
abandone; para que, a través del cristal azul de los ojos de tu muñeco Gorogó,
del cristal azul de Ardid, puedas ver las cosas en toda su belleza y toda su
crueldad.
En
realidad, no pasa tanto tiempo desde la infancia; yo desde luego recuerdo cosas
de la mía con absoluta nitidez. No hablo del recuerdo en sí, sino a lo que
pensaba cuando lo llevaba a cabo, a las motivaciones de mis miedos y mis
juegos. Fui una niña miedosísima, a diferencia de ti, que te refugiabas en la
oscuridad del cuarto de castigo y hacías saltar chispitas de los terrones de
azúcar; que encaraste los ojos amarillos del Demonio con tus propios ojos en lo
profundo del Bosque. Quiero creer, sin embargo, que el miedo es una forma también
de perseguir el misterio, de no olvidar nunca ese Bosque-Encrucijada, donde van
a parar todas las invenciones que están dentro de uno.
Inventar
te salvó a ti, Ana María, como me salvará a mí y a otros tantos, locos y
cuerdos. Inventar como forma de vivir, con la cabeza y con las manos. Eso tú lo
tuviste claro durante toda tu vida, en forma de pequeños pueblos e
inverosímiles joyas, con el Mediterráneo de fondo, pero siempre pensando en el
Norte que es, como todo el mundo sabe, de donde vienen los cuentos. Yo lo
intento, Ana María, por las intuiciones que siento aquí dentro. Intento que mi
propia vida no me aplaste; volver a las páginas, las historias y las manos
cuantas veces haga falta. Soy débil y continuamente me impongo excusas
–obligaciones, cansancio- para no hacer lo que realmente ansío (son increíbles
las trampas que nos tendemos a nosotros mismos, como si nuestro adulto interior
reprimiese a nuestro niño continuamente). Tal vez sea que me da miedo, ojalá no
sea que me da pereza. A pesar de todo, deseo humildemente hacer una mínima
parte aunque fuera de lo que tú has hecho: revelar lo visible y lo invisible,
lo bello y lo terrible, revelarnos a nosotros mismos y nuestra sed insaciable
de historias para aprehender el mundo, para aprehendernos a nosotros.
No
me entristece tu partida, Ana María. Sigues aquí, tu necesidad de inventar hizo
que destilaras toda tu preciosa esencia para nosotros, para que permanezca aquí
una vez que te vas. Sólo me entristece no haber podido decirte estas palabras
cuando vivías, cuando más necesarios son los homenajes. Ahora no es momento
para las mismas. Ahora es momento de que tu Isla parta, de que galopes libre
por la Estepa, como siempre soñaste. De que descubras, al fin, el secreto que
alberga y que hace a los hombres matar, morir, avanzar… y contar historias.