viernes, 12 de marzo de 2010

Rendija


Tus cabellos se derraman
ocupando
todo el mundo de mis ojos.
Tu brazo se estira lento,
tantea
hasta encontrarme en lo oscuro.

Yo respondo, aunque sé bien
que no puede durar más
de lo que tarde la luz en colarse
delatora
por la unión de la persiana.

¿Y después?

Asomarme cada día en el espejo,
contemplar cómo se borran
las marcas que me dejaste
por fuera.
Del rojo al gris, del gris al malva.
El regusto de profundo desengaño
que se esconde en la mirada de aquel que todo lo acata
porque nada más espera.

Triste mansedumbre para con uno mismo
del mañana que es ahora,
del ahora que me ahoga
con aquel hilo de luz
a través de la rendija,
que me aprieta bajo el cuello
a una brizna de llevarte
de nuevo.

Consciente de que una cosa
es la opinión del momento,
otra el luego en que el ahora se transforme
y otra el absurdo esfuerzo
que haré para distinguirlas,
amanece.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Sicut nubes quasi naves velut umbra.


Era tarde, caía el sol, y caminábamos Roma embelesadas. Roma ya es una ciudad dorada de por sí; los sillares de los palacios son dorados, el mármol de las estatuas es dorado. Pero la puesta de sol doraba incluso lo que en otros momentos permanecía en las sombras. El sol mortecino nos dirigía hacia el Tíber con sus filamentos rosados deshilachados hacia el horizonte, y nosotras nos refugiamos en un universo de mapas antiguos, postales y máscaras venecianas. Volví a ser ese dominó negro que me contempla desde la carpeta, estrujando la rosa hasta mezclar su sangre con las espinas. Volví a ser la sonrisa grotesca, el trompe d'oeil, el lujo de lo absurdo. Volví al mundo abigarrado, turbio y decadente que tan abandonado creía. Sant'Angelo se alzaba adusto en la otra orilla como si él fuera la meta del sol agonizante. Cómo no iba a serlo, si todos los ángeles del puente miran hacia él. Las últimas luces se deshacían sobre sus propios reflejos, y los rostros eran una mueca sobrenaturalmente bella al vacío; criaturas con las alas quebradas expulsadas de su esfera, con los pliegues curvos aventados por la pasión, por la ira. Gritan a la armonía ilusoria de las columnas, a la falacia de los órdenes que quieren crear un mundo de analogía tan matemáticamente regular como falsa. Gritan a la huella de una pátina que ha continuado dominando el mundo mucho después de su muerte; que incrusta en el cerebro sus frisos, sus molduras, sus arcos de triunfo antes de que pueda intervenir el criterio. Pero poco importa eso ahora; la fascinación lo inunda todo con su alboroto silencioso, nos acompaña entre las ramas desnudas y el frío del relente junto al río y promete durar cubriendo nuestros ojos con la ilusión de que el mundo (o Roma, que ya es bastante) es bello y de que somos invencibles, al menos, algo más, un poco más.