Era tarde, caía el sol, y caminábamos Roma embelesadas. Roma ya es una ciudad dorada de por sí; los sillares de los palacios son dorados, el mármol de las estatuas es dorado. Pero la puesta de sol doraba incluso lo que en otros momentos permanecía en las sombras. El sol mortecino nos dirigía hacia el Tíber con sus filamentos rosados deshilachados hacia el horizonte, y nosotras nos refugiamos en un universo de mapas antiguos, postales y máscaras venecianas. Volví a ser ese dominó negro que me contempla desde la carpeta, estrujando la rosa hasta mezclar su sangre con las espinas. Volví a ser la sonrisa grotesca, el trompe d'oeil, el lujo de lo absurdo. Volví al mundo abigarrado, turbio y decadente que tan abandonado creía. Sant'Angelo se alzaba adusto en la otra orilla como si él fuera la meta del sol agonizante. Cómo no iba a serlo, si todos los ángeles del puente miran hacia él. Las últimas luces se deshacían sobre sus propios reflejos, y los rostros eran una mueca sobrenaturalmente bella al vacío; criaturas con las alas quebradas expulsadas de su esfera, con los pliegues curvos aventados por la pasión, por la ira. Gritan a la armonía ilusoria de las columnas, a la falacia de los órdenes que quieren crear un mundo de analogía tan matemáticamente regular como falsa. Gritan a la huella de una pátina que ha continuado dominando el mundo mucho después de su muerte; que incrusta en el cerebro sus frisos, sus molduras, sus arcos de triunfo antes de que pueda intervenir el criterio. Pero poco importa eso ahora; la fascinación lo inunda todo con su alboroto silencioso, nos acompaña entre las ramas desnudas y el frío del relente junto al río y promete durar cubriendo nuestros ojos con la ilusión de que el mundo (o Roma, que ya es bastante) es bello y de que somos invencibles, al menos, algo más, un poco más.
miércoles, 10 de marzo de 2010
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Pero es difícil precisar si lo que gritan son ellos o nuestra propia mente, que refleja lo que realmente sentimos... (no sé si acerté, discúlpeme mademoiselle en el caso de errar)
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