viernes, 5 de octubre de 2012

París. Y los cuadros de Chagall. II



Cuántas veces he hablado de la perfección de la víspera, del momento de la feliz espera, del pasillo con los regalos de reyes intactos, con el universo encerrado en ellos antes de que se materialicen en una sola e imperfecta forma. No hay bendiciones suficientes para momentos de gozosa espera como el de hoy en los que además hay un guiño en el tiempo y en el espacio, en la vida y en la escritura.
París se ha hecho ya real, muy real. Y ha querido la suerte sonreírme esta vez y rodear de calidez mi estancia; la de las personas y la de la apabullante belleza de la ciudad, sea cual sea el concepto que se tenga de ella. Y frente a mí se extiende París longitudinalmente en la galería. Y frente a él, Chagall. Les mariés de la Tour Eiffel flotan en el éter con la ciudad entera, el sol, el ángel, la cabra violinista. Temía un París sin Chagall y ahí está, para que lo recuerde, para que aproveche la bonanza de dos de los mejores meses de mi vida. Para que revolotee también en torno a la Torre, sobre la galería de cristal, con la promesa del amante junto a mí pronto, muy pronto, mejor así que cuando se haya pasado en un suspiro. Y llega la emoción siempre arbitraria. Le da por llegar frente a este cuadro, y me tiene allí atrapada, con la garganta temblando. Por suerte, la oportuna llegada de japoneses hambrienos de fotos disuelve el momento. Y París se resigna a su destino de eterna reinterpretación a golpe de Polaroid.

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