sábado, 11 de julio de 2009

Ya estamos todos.

Qué distinta suena la misma música en dos lugares diferentes. Da igual que sea el gamberreo de The Creepshow o mi nunca suficientemente idolatrada Sonata. Han sido muchas semanas de correteo por las praderitas transformadas en secarrales de la Casa de Campo como para que las canciones recuperen ahora su sentido, entre los álamos del río, los riscos y la querida cuesta del Castillo. Todavía no he podido subir a Numancia, y por eso es todo aún más raro. Es como si hubiera caído aquí en medio cuando todo el mundo se halla inmerso ya en el Verano. Todo vuelven a ser paletines y montones de tierra por dentro de los calcetines, y yo todavía no me he enterado. Todo vuelve a ser campos infinitos, cielos inmensos y hierbajos; sólo hay que preocuparse por cavar y limpiar las piedraso, en mi caso, por que el barro quede bien centrado en el torno para elevarlo como si se recitase un conjuro. Se comparte todo: el sudor, las risas, los momentos de muerte intensa por culpa de la resaca... y no hay nada más. Es de las escasísimas veces en las que uno puede pensar, como diría el maestro Guillén, que el mundo está bien hecho.

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