A pesar de la hora, Mitla era un pueblo fantasma. Empezaba a nublarse, además, y revoloteaban, haciendo ruido, los plásticos que cubrían los puestos del mercado. Las pocas señoras que quedaban en la placita nos miraban con recelo, normal. No sabíamos muy bien qué hacer, el yacimiento estaba cerrado por los bloqueos de los maestros, así que entramos a la iglesia, que parece que es algo que hay que ver en todo pueblo. En el interior de la nave, la clásica acumulación de imágenes que nadie sabe dónde meter pero que tampoco se pueden meter en cualquier sitio, véase Cristos yacentes, Vírgenes con pelo de verdad o monaguillos que casi es peor que sonrían. Pero al lado del altar mayor estaba lo mejor: una Virgen de lo más típico, sí, pero bajo ella se agitaba el busto de una mujer entre las llamas del Infierno con la típica contorsión barroca imitada hasta la náusea. A ambos lados de la imagen, alguien había tenido la brillante idea de colocar dos muñequitos (porque a aquello no se le podía calificar de ángeles, ni siquiera de tiernos infantes) pelones, con los ojos del tamaño de pelotas de tenis, portando una velita con lamparilla eléctrica y haciendo un suave movimiento ondulante, ambos a la vez, con la parte superior del cuerpo (essssse, essssse), y todo en el más absoluto silencio. Nos miramos. cualquier comentario habría desbaratado la imagen.
Pero Mitla no sólo nos obsequió con aquella visión (que, hay que reconocer, era la más fuerte). Tras una subida bastante accidentada a una ermita oscura y polvorienta para ver mejor las pirámides, la desagradable sensación de caminar entre toda la basura que había allí tirada. El guía nos explica que son ofrendas de las ceremonias que hace allí la gente, aunque no especifica el ritual. Eso sí, se encarga de señalar con una sonrisilla que tenemos suerte, porque ante nosotros hay desparramados granos de cacao, que es para que a alguien le vaya bien. Porque de lo contrario, podríamos habernos encontrado un pollo degollado. A ver, somos turistas, pero no esperará que nos pongamos a gritar de espanto, que unas cuantas pelis hemos visto.
Además, ya habíamos pasado antes por Xochimilco. Suspensión del mediodía, y el ritmo agónico de la trajinera deslizándose entre chinampas. La luz se cuela a motas a través de la vegetación, entre la que ocasionalmente asoman alguna Virgen de Guadalupe, o la silueta en cartón de Diego Ribera, acechando. A lo lejos se oye alguna trajinera con mariachis y gente de fiesta, pero no muchas, todavía no son horas. El zigzagueo verde se desliza a nuestro lado y, finalmente, se distingue lo que estábamos esperando. Colgados en los árboles, y en alambres entre los árboles, decenas de cuerpecitos de plástico en diversos estados de mutilación y vestido.
-Pero esto es una copia, ¿no? -el tipo del remo asiente en silencio.
Si esto no es más que una réplica en miniatura, no me quiero imaginar cómo será la celebérrima Isla de las Muñecas original. Todo se debe al buen hacer de un individuo llamado Julián Santana, que un día encontró en los pequeños cuerpos de plástico que recogía por los basureros el talismán más efectivo para espantar el espanto de las almas y entes similares que debían rondar por allí en pena.
No creo que sea cuestión de enjaretar aquí toda la información que he ido recopilando después (en cuanto a rentabilidad literaria, es de lo más interesante que he encontrado en mucho tiempo). En aquel momento la conversación derivó hacia los manatíes que introdujeron en los canales para que acabasen con la plaga de lirios de agua -si es que les dio tiempo antes de ser cazados y cocinados por otros depredadores aún más temibles residentes en las chinampas-, y la considerable proporción de gente que se ahogaba en aquellas aguas semiestancas, la mayoría adolescentes en plena efervescencia etílica. Los manatíes son de la especie animal Sirenia, y así se les conoce también por sus particulares cantos. Y de ahí pasamos a hablar de los nahuales, brujos que, al igual que los dioses, tenían la capacidad de transformarse en un animal y que se han acabado relacionando muchas veces con los licántropos... se puede imaginar la efervescencia imaginativa presente en el momento. El orden de las ideas y la búsqueda de información es un paso que siempre se realiza a posteriori, y a la que deberé darle unas cuantas vueltas más. ¡Qué gran material para nuestra tertulia de lo siniestro!
De todas formas, un paseíto por Antropología hace a uno consciente de que las cosas no son más que una evolución natural. Los turistas descubrimos morbosamente encantados la variedad y el refinamiento de los sacrificios aztecas (con esos cuchillos de autosacrificio diario a los que no se privaban ni de esculpirles ojos y dientecillos afilados, o la omnipresente figura de Tlaloc, que exigía lágrimas de inocentes criaturas emparedadas hasta morir para no arrasar las cosechas), la cosmovisión de un sol furibundo que estruja corazones entre sus puños y precisa de un ininterrumpido baño de sangre para poder seguir saliendo. Y, sin embargo, en los rostros irrevocables de aquellas figuras herméticas, de majestuosos tocados, no hay violencia sino esa fascinación paradójica por lo fatal que todos sentimos en un momento u otro. La verdad es que las prácticas religiosas de los aztecas resultan bastante impactantes hoy, pero que alguien me explique si hay una gran diferencia entre los cuchillos para sacrificarse diariamente y un cilicio, o una disciplina, y eso que supuestamente son dioses bien diferentes. Pensar que hay miles de kilómetros en el espacio y en el tiempo de allí a un lugar donde no hace tanto se pintaban y esculpían calaveras con morbosa delectación; donde los Cristos sangran, a las Vírgenes se les atraviesa el corazón con puñales y los santos quedan marcados con los estigmas de la cruz. Cierto que mucho de eso se ha perdido, porque creímos que podríamos alejar a la Muerte con nuestros adelantos técnicos y nuestro progreso; que si la manteníamos higiénicamente aislada en un cajón debidamente clasificado acabaría olvidándose de nosotros. En México se ríen de estas ideas, igual que se ríen en la cara de la Catrina. Allí no han olvidado todavía que esa dama elegante y enjuta se dispone tranquilamente tras un rincón cualquiera, así de simple y de complicado, sencillamente algo más de todo lo demás. Podrá ganar la partida, pero no podrá impedir que su contrincante encare su rostro con una sonrisa.
Con semejantes precedentes, a la artesanía mexicana no le quedaba mucha más escapatoria genética que vestir a sus calaveritas de mariachis, de demonios, de mariposas; de convertirlas en pilar de su fantasía, de llevarlas como ornato, de elaborar dulces a su salud; colocar a la Catrina en un altar junto a Frida Kahlo y la Virgen de Guadalupe, entre fulgores oropelísticos de purpurina. Todo es uno y multiforme, efectista por lo sincero, cromáticamente estridente porque no puede dejar de serlo. La realidad todo el mundo la conoce. Entonces, ¿por qué no dar rienda suelta al continuo fantasear de las apariencias?