lunes, 28 de septiembre de 2009

Lo siniestro en Technicolor






A pesar de la hora, Mitla era un pueblo fantasma. Empezaba a nublarse, además, y revoloteaban, haciendo ruido, los plásticos que cubrían los puestos del mercado. Las pocas señoras que quedaban en la placita nos miraban con recelo, normal. No sabíamos muy bien qué hacer, el yacimiento estaba cerrado por los bloqueos de los maestros, así que entramos a la iglesia, que parece que es algo que hay que ver en todo pueblo. En el interior de la nave, la clásica acumulación de imágenes que nadie sabe dónde meter pero que tampoco se pueden meter en cualquier sitio, véase Cristos yacentes, Vírgenes con pelo de verdad o monaguillos que casi es peor que sonrían. Pero al lado del altar mayor estaba lo mejor: una Virgen de lo más típico, sí, pero bajo ella se agitaba el busto de una mujer entre las llamas del Infierno con la típica contorsión barroca imitada hasta la náusea. A ambos lados de la imagen, alguien había tenido la brillante idea de colocar dos muñequitos (porque a aquello no se le podía calificar de ángeles, ni siquiera de tiernos infantes) pelones, con los ojos del tamaño de pelotas de tenis, portando una velita con lamparilla eléctrica y haciendo un suave movimiento ondulante, ambos a la vez, con la parte superior del cuerpo (essssse, essssse), y todo en el más absoluto silencio. Nos miramos. cualquier comentario habría desbaratado la imagen.
Pero Mitla no sólo nos obsequió con aquella visión (que, hay que reconocer, era la más fuerte). Tras una subida bastante accidentada a una ermita oscura y polvorienta para ver mejor las pirámides, la desagradable sensación de caminar entre toda la basura que había allí tirada. El guía nos explica que son ofrendas de las ceremonias que hace allí la gente, aunque no especifica el ritual. Eso sí, se encarga de señalar con una sonrisilla que tenemos suerte, porque ante nosotros hay desparramados granos de cacao, que es para que a alguien le vaya bien. Porque de lo contrario, podríamos habernos encontrado un pollo degollado. A ver, somos turistas, pero no esperará que nos pongamos a gritar de espanto, que unas cuantas pelis hemos visto.
Además, ya habíamos pasado antes por Xochimilco. Suspensión del mediodía, y el ritmo agónico de la trajinera deslizándose entre chinampas. La luz se cuela a motas a través de la vegetación, entre la que ocasionalmente asoman alguna Virgen de Guadalupe, o la silueta en cartón de Diego Ribera, acechando. A lo lejos se oye alguna trajinera con mariachis y gente de fiesta, pero no muchas, todavía no son horas. El zigzagueo verde se desliza a nuestro lado y, finalmente, se distingue lo que estábamos esperando. Colgados en los árboles, y en alambres entre los árboles, decenas de cuerpecitos de plástico en diversos estados de mutilación y vestido.
-Pero esto es una copia, ¿no? -el tipo del remo asiente en silencio.
Si esto no es más que una réplica en miniatura, no me quiero imaginar cómo será la celebérrima Isla de las Muñecas original. Todo se debe al buen hacer de un individuo llamado Julián Santana, que un día encontró en los pequeños cuerpos de plástico que recogía por los basureros el talismán más efectivo para espantar el espanto de las almas y entes similares que debían rondar por allí en pena.
No creo que sea cuestión de enjaretar aquí toda la información que he ido recopilando después (en cuanto a rentabilidad literaria, es de lo más interesante que he encontrado en mucho tiempo). En aquel momento la conversación derivó hacia los manatíes que introdujeron en los canales para que acabasen con la plaga de lirios de agua -si es que les dio tiempo antes de ser cazados y cocinados por otros depredadores aún más temibles residentes en las chinampas-, y la considerable proporción de gente que se ahogaba en aquellas aguas semiestancas, la mayoría adolescentes en plena efervescencia etílica. Los manatíes son de la especie animal Sirenia, y así se les conoce también por sus particulares cantos. Y de ahí pasamos a hablar de los nahuales, brujos que, al igual que los dioses, tenían la capacidad de transformarse en un animal y que se han acabado relacionando muchas veces con los licántropos... se puede imaginar la efervescencia imaginativa presente en el momento. El orden de las ideas y la búsqueda de información es un paso que siempre se realiza a posteriori, y a la que deberé darle unas cuantas vueltas más. ¡Qué gran material para nuestra tertulia de lo siniestro!
De todas formas, un paseíto por Antropología hace a uno consciente de que las cosas no son más que una evolución natural. Los turistas descubrimos morbosamente encantados la variedad y el refinamiento de los sacrificios aztecas (con esos cuchillos de autosacrificio diario a los que no se privaban ni de esculpirles ojos y dientecillos afilados, o la omnipresente figura de Tlaloc, que exigía lágrimas de inocentes criaturas emparedadas hasta morir para no arrasar las cosechas), la cosmovisión de un sol furibundo que estruja corazones entre sus puños y precisa de un ininterrumpido baño de sangre para poder seguir saliendo. Y, sin embargo, en los rostros irrevocables de aquellas figuras herméticas, de majestuosos tocados, no hay violencia sino esa fascinación paradójica por lo fatal que todos sentimos en un momento u otro. La verdad es que las prácticas religiosas de los aztecas resultan bastante impactantes hoy, pero que alguien me explique si hay una gran diferencia entre los cuchillos para sacrificarse diariamente y un cilicio, o una disciplina, y eso que supuestamente son dioses bien diferentes. Pensar que hay miles de kilómetros en el espacio y en el tiempo de allí a un lugar donde no hace tanto se pintaban y esculpían calaveras con morbosa delectación; donde los Cristos sangran, a las Vírgenes se les atraviesa el corazón con puñales y los santos quedan marcados con los estigmas de la cruz. Cierto que mucho de eso se ha perdido, porque creímos que podríamos alejar a la Muerte con nuestros adelantos técnicos y nuestro progreso; que si la manteníamos higiénicamente aislada en un cajón debidamente clasificado acabaría olvidándose de nosotros. En México se ríen de estas ideas, igual que se ríen en la cara de la Catrina. Allí no han olvidado todavía que esa dama elegante y enjuta se dispone tranquilamente tras un rincón cualquiera, así de simple y de complicado, sencillamente algo más de todo lo demás. Podrá ganar la partida, pero no podrá impedir que su contrincante encare su rostro con una sonrisa.
Con semejantes precedentes, a la artesanía mexicana no le quedaba mucha más escapatoria genética que vestir a sus calaveritas de mariachis, de demonios, de mariposas; de convertirlas en pilar de su fantasía, de llevarlas como ornato, de elaborar dulces a su salud; colocar a la Catrina en un altar junto a Frida Kahlo y la Virgen de Guadalupe, entre fulgores oropelísticos de purpurina. Todo es uno y multiforme, efectista por lo sincero, cromáticamente estridente porque no puede dejar de serlo. La realidad todo el mundo la conoce. Entonces, ¿por qué no dar rienda suelta al continuo fantasear de las apariencias?

jueves, 24 de septiembre de 2009

Kilómetro 0


En ocasiones, a las encrucijadas les gusta confundir a la gente jugando a recuperar el sentido trascendental que ocuparon un día en sus vidas. Saben manejar el caos, la tierra, el sol, para que futuro y pasado se entrecrucen y uno quede sumido en no se sabe qué, un plano donde sólo hay un resplandor cegador y siluetas a contraluz.

El futuro llega con la rapidez y la amenaza de las nubes de borrasca. Confunde y enturbia el aire por dentro, me doy cuenta de que la posibilidad de tantas posibilidades provoca en mí casi tanta angustia como cuando llegué aquí, en primero. Estaba tan perdida entonces... tal vez no sea el símil más afortunado, pero el regusto punzante de no terminar de encajar en ningún sitio y, a la vez, de no encontrar tampoco una alternativa firme, no se diferencia tanto. Todo para darse cuenta de lo mismo, una vez más: no hay normas, no hay sentido. La fe ciega en las capacidades y el trabajo se esconde avergonzada tras cada esquina ante lo que ve. Pero para una misión de semejante calibre hace falta tener fe, algo firme al menos, aunque sea ilusorio. La incertidumbre campa a sus anchas, igual que siempre, junto con un cierto temor... ¿a qué? ¿a defraudar expectativas creadas quizás? Comenzando por las de uno mismo... la mente no consigue comprender que para los demás sigues siendo un extraño, como una de esas tantas sombras que se deslizan a tu lado, ni más ni menos, porque jamás podrán verte por dentro.

El pasado también es una sombra, con la diferencia de que se intuye más bien en lugar de percibirse. Es un chasquido, un violento latigazo interno, pero de ningún modo produce sorpresa. Ejerce un dominio tan absoluto dentro de la mente, que casi se ve como algo de lo más lógico y normal que en ocasiones le dé por salir fuera, a pasear... la viveza de los recuerdos compite con la neblina del porvenir, sin ningún miramiento por el pobre campo de batalla. Mejor no saber, mejor no querer saber, mejor que sea una mera sombra lo que produce el dolor de la constatación de un hecho. Hay que obligarse a recordar las pequeñas batallas vencidas, ahora tan ridículas y miserable frente a la magnitud de todo lo demás.

¿Al final para qué? Para llegar a la misma conclusión de siempre: lo seguro, lo estable, la garantía, acaba resultando un solemne aburrimiento. Ese bichillo inquieto, de peligrosas inclinaciones masoquistas, nos hace ir siempre en pos de lo alternativo, de lo ajeno, del riesgo. Y nosotros nos pasamos la vida creyendo que anhelamos lo contrario. Queremos una existencia tranquila y ordenada, cómoda, con horarios razonables y sin sobresaltos, sin darnos cuenta que el hábito y la costumbre acaban matando. Pero si elegimos la opción opuesta, pasarnos al otro lado, acabamos planteándonos seriamente si podremos soportar psicológicamente semejante montaña rusa.

¿Al final para qué? Para acabar en el mismo punto sin retorno de que es uno el mayor enemigo de sí mismo; el que mayor cantidad de cortapisas se pone a sus anhelos secretos sin ni siquiera darse cuenta. Sometido a una eterna contradicción sin ni siquiera darse cuenta. Nunca. Ni siquiera cuando futuro y pasado juegan a confundirse en las encrucijadas.
P.S.: Lamento haber interrumpido así mi crónica mexicana, pero necesitaba hacerlo. En breve más entradas.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Asociación de víctimas del agua de jamaica.


O algo así se tiene que llamar la asociación que funde, como principal damnificada. Desde que estuve en México, sufro una seria adicción a ese líquido de llamativo color rojo intenso -y efectos diuréticos considerables- que por fortuna (o más bien que para mi fortuna -y la de los cultivadores de hibisco) no se encuentra en España. Es, con diferencia, lo que más echo de menos gastronómicamente hablando: ese despliegue de aguas de sabores que podía encontrarse en cualquier parte, y que aquí resulta bastante exótico. Tamarindo, maracuyá, guayaba, horchata, durazno, guanábana, toronja... y tantísimas otras que no me dio tiempo a probar.
Sin embargo, en lo que a percepciones sensoriales se refiere, tal vez la más arraigada que tenga de México sea el olor de la tortilla de maíz, difícil de confundir. Me imagino que cuando vuelva a oler algo parecido será una experiencia tipo magdalena proustiana. Las tortillas, como no podía ser de otra forma, son algo omnipresente en la cocina mexicana. No sólo en los tacos, sino también en platos más elaborados como los chilaquiles, las enchiladas, las chalupas, las celebérrimas quesadillas o mis queridos sopes. Tampoco puedo dejar hablar aquí de mis adorados molletes de Sanborns (lugar al que pertenece la foto), con sus frijoles y su queso fundido... La nomenclatura no siempre está demasiado clara, es como cuando intenté explicar a Elisa la diferencia entre un montadito, una pulga, una tosta... en cada sitio hacen lo que les da la gana. Pero también hay platos sin tortilla (para fortuna del pobre Simon, que llegó a su nivel de saturación de tortillas antes de abandonar el país), como los innumerables tipos de mole, o los ilustres chiles en nogada, supuestamente creados en Puebla usando los colores de la bandera mexicana como inspiración. Como excusa me parece perfecta, porque están riquísimos, algo así como una versión agridulce de los pimientos rellenos de aquí.

Una de las cosas que me encanta hacer en los viajes es visitar mercados. Me parece una de las formas más efectivas de conocer cómo es un lugar en realidad, aparte del espectáculo sensorial que siempre suponen. Tal vez sea allí donde haya tenido la sensación más intensa de estar en otro continente, por la increíble cantidad de cosas diferentes y desconocidas que pude encontrar, desde el maíz de diferentes colores hasta las flores de calabaza, el quesito de Oaxaca (mmmm!) ¡o los chapulines!; tuve mis reparos para probarlos, pero en realidad no resultan algo tan asqueroso, incluso están ricos con su tortilla y su guacamole. Sin embargo, la sección que más me gusta siempre es la de las frutas, tal vez por el espectáculo de colores y formas. Y aquí todo un universo tropical se abre ante los ojos del no iniciado: papayas de tamaño pantagruélico, mangos que se deshacen de puro dulce, melones anaranjados, las tunas que no llegué a probar... no merece la pena detenerse en descripciones si el resto de los sentidos no participan. También resulta increíble la cantidad de puestecitos callejeros donde se puede conseguir algo caliente a cualquier hora del día, sobre todo elotes -otra de mis asignaturas pendientes- y los tamales, una especie de masa de maíz rellena de casi cualquier cosa y envuelta en sus hojitas de mazorca. Mi preferido era el oaxaqueño, y siempre con elote, que es como el chocolate espeso de aquí, pero también de más sabores (el recuerdo del elote de cajeta, el dulce de leche de allí, es demasiado doloroso si no se tiene cerca).

Tal vez una de las imágenes más entrañables que tuve en mi viaje fue el descubrimiento de las gorditas de iglesia, tras un desayuno inenarrable cortesía de los tíos de Elisa. Las gorditas de iglesia -como su propio nombre indica- sólo se hacen en las puertas de las iglesias, y son tan sencillas como pedacitos de masa puestos a calentar sobre un hornillo, hasta que quedan tostadas. Aquél era un día lluvioso, y el paquete de gorditas calentito no pudo dejar de recordarme a los cucuruchos de castañas perdidos en otoños remotos de la infancia. Sin embargo, en cuanto a dulces, uno de los mayores descubrimientos fue el pastel tres leches, ¿cómo es posible que en España no haya algo así? Espero que sea simplemente que todavía no lo he conocido, porque eso sí que no tiene ningún ingrediente exótico. Sólo diré que es de esas cosas que te comes muuy despacio, con todos tus sentidos puestos en ella, y cuando se acaba parece que hubieras estado en otro mundo mientras la degustabas. Sin embargo, la estrella son los dulces enchilados, que allí devoran desde la más tierna infancia, es un entrenamiento duro el de los paladares (y los tractos digestivos) mexicanos... la prueba de fuego para todo foráneo es el Pulparindo, tan habitual como aquí los regalices, sólo que en este caso se trata de dulce de tamarindo salado y enchilado, toda una experiencia vaya. Si el peculiar sabor te gusta, es que podrás sobrevivir en el país, si no... mejor que vuelvas a cruzar el Atlántico ;). La verdad es que el tema de la gastronomía me llegó a abrumar, sobre todo en Oaxaca, el templo de la cocina mexicana, cuya estancia recuerdo como una sucesión de probar cosas y más cosas. El gran problema, el más grave, es que está todo rico, y todo el mundo se desvive por que pruebes lo que ellos consideran el non plus ultra de sus delicatessen. Viéndolo desde ese lado, tal vez estuviera bien no quedarme más de quince días, puede que si no cuando volviera a España no cupiera ni por la puerta de casa ... ¡y tan a gusto!.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Favor de no hacer base.


No era la primera cosa en mexicano que me extrañara, pero el letrerito clavado en un árbol de Chapultepec con este mensaje me dejó muerta. Santo cielo, es mi propio idioma, y no tengo ni la más remota idea de lo que me está diciendo... menos mal que mi intérprete-filóloga de lujo me aclaró que allí los taxis suelen crear paradas cada vez que hay un evento en algún sitio, y que el cartelito en cuestión advertía precisamente de eso, de que no hicieran base, si las mismas palabras lo dicen. Las diferencias en el idioma a ambos lados del océano han dado para tratados y tratados de eminentes lingüistas, me ha tocado padecerlos en una cantidad considerable, y la sola idea de volver sobre un tema tan desgastado me mata de aburrimiento. Sin embargo, hubo algunos casos divertidos que surgieron de forma espontánea. Tal vez el más extremo sea el del título, pero ocurrieron en tal proporción que ni siquiera recuerdo ya muchos de ellos.

Para empezar, lo primero de lo que te das cuenta en cuanto llegas a México es que no coincide ni uno solo de los nombres que se les dan a las cosas en España. Evidentemente, se acaba deduciendo por el contexto en la mayor parte de ocasiones (y el doblaje de los dibujos animados antiguos ayuda mucho), pero da la risa al comprobar que no vas por la acera, sino por la banqueta; que no llevas puestos pendientes, sino aretes; que no vas a buscar agua al frigo, sino al refri; que no dejas algo en el suelo, sino en el piso; que no conduces sino que manejas; que no aparcas sino que estacionas; que no bebes sino que tomas ("si tomas no manejes"!!), y así podría seguir haciendo memoria. Tal vez el que más curioso me resultase fue el de "bloqueador" por el de "crema de protección solar", o similar, en mi cabeza se forma la imagen de la crema formando una especie de muro sobre el brazo indefenso ante los malignos rayos solares :). ¡Elisa, deberías hacer todo un glosario, estoy segura de que eso te encumbraría a lo más reputado de la filología hispánica ;)! Otra cosa muy graciosa es el empleo de los masculinos y sus correspondientes femeninos, que no varía mucho del castizo español peninsular. Aquí algo es cojonudo si está genial, pero si no es un coñazo. Allí la cosa está padre si va viento en popa, pero cuando algo acaba resultando un canteo monumental es que no tiene madre -sobre la palabra madre en México también habría que crear una entrada aparte, cómo te vas a poner, Elisilla-. También acabamos deduciendo que "madrazo" equivale al contundente "ostión" hispánico, pero allí los ostiones son un marisco por lo visto bastante suculento, así que, sintiéndolo mucho, los de este lado del Atlántico no podemos evitar la risa cuando vemos que hay ostiones disponibles en tiendas y restaurantes. También me moría de la risa cuando comprobé lo bien que había conseguido inculcar el significado de la palabra "capullo" a mis queridas colegas mexicanas, que llegaron a emplearla con suma destreza. Nunca me hubiera imaginado que "capullooooo!!!" pudiera llegar a sonar tan español. Me temo que no podremos evitar que los insultos de aquí les suenen inevitablemente graciosos, de la misma forma que yo tampoco puedo evitar que el "chinga a tu madre" me suene a manera fina de decir algo muy gordo.

Otra parte que hay que aprender a manejar cuanto antes son las palabras más habituales del vocabulario propio. Si dices "cutre" nadie te va a entender, el equivalente es "chafa", al igual que los pijos son fresas, y la joya de la corona: el concepto de lo "naco", un mundo aparte. El equivalente más próximo que tiene y que yo conozca es "hortera", pero me temo que el concepto es más amplio y complejo, algo casi tan inasible como lo "friqui", si me apuran. Creo que ese concepto llegué a captarlo bastante bien, mi orgullo era cuando Elisa tenía que explicar que esa palabra no se usaba en España para que quedase patente mi adaptación al idioma. Y luego ya para el Máster queda la jerga autóctona del DF, el celebérrimo chilango. Para los que sientan curiosidad por ver como suena, recomiendo la canción de Café Tacuba con la que me inició Elisa en el slang. Creo que lo que se siente al oírlo es muy parecido a lo que sentí con el letrerito del principio. ¡Pero prometo que la próxima vez que vuelva de allí llegaré hablando, por lo menos, un poquito! Con lo que sí hay que tener mucho cuidado es con cosas que puedan significar lo contrario en ambos lados. A mí sólo me pasó una vez, y fue con "burrada". En España significa un mogollón brutal de algo, pero en México significa lo contrario, una cantidad nimia. ¡Atención a esto, mexicanoespañoles! Seguro que hay unas cuantas más, con su correspondiente recua de anécdotas divertidas.

No acabaría en la vida si me dedicase a comentar las interjecciones, exclamaciones y demás manifestaciones espontáneas que aquí pueden resultar curiosas, y que contribuyen a formar esos topicazos nacionales que son como las leyendas: tienen una base real pero acaban siendo una bola tremenda. Lo que no quiero obviar es el trato en general. Ya desde la zona de Migración del aeropuerto me demostraron por qué a los españoles suelen considerarnos bruscos, cortantes y bordes en general (y hablamos "golpiado", como diría un antiguo profesor). Ante la expresión de furia intensa que se me debió quedar cuando me enteré que debía rellenar oootra vez el formulario de aduana, la agente, con toda calma, me facilitó otro y me reservó mi sitio en la cola, como si no hubiera pasado nada. La verdad es que resultó bastante cortante, y me lo merecí. Otro detalle que me resulta entrañable es el de que allí se salude uno con un solo beso en la cara. Entrañable porque aquí sólo te saludas así con tus padres, o con la familia y gente de absoluta y extrema confianza. Allí es así para todo el mundo, igual que para todo el mundo hay abrazos afectuosos, aunque apenas te conozcan. Tal vez las fórmulas de cortesía resulten un poco abusivas y empalagosas en ocasiones, pero también tendríamos que aprender de esa dulzura y ese afecto natural que, al menos yo, sentí allí nada más bajarme del avión. Aunque sólo se quede eso en las formas, y se vea compensado por una extrema susceptibilidad que hace que resulte imposible decir las cosas de forma directa, como tanto nos gusta hacer por aquí.

Y poco más, one more time, mi afán recopilatorio no es exhaustivo. El cartelito de la imagen probablemente sea lo más divertido que pueda encontrarse allí. Para entendernos: ponchar=robar, llantas=lo mismo que aquí. Si se prefiere de otra forma: "Respete mi entrada y yo respetaré su coche", queda advertido para los aventureros que decidan moverse por allí con su vehículo ;).

viernes, 11 de septiembre de 2009

Vanishing


Al volver, Madrid está lleno de fantasmas. Son fantasmas que se aparecen entre la luz, y no con la oscuridad de la noche. Se nota su presencia en las diferentes minihabitaciones de la casa, que huele muy parecido ahora a cuando veníamos aquí sólo de vacaciones, de parque de atracciones y Mc Donalds. Sólo ese olor y los armarios vacíos, con cuatro cosas olvidadas en ellos, conjuran su presencia. No son molestos; simplemente hacen que el tiempo adopte dentro de la cabeza una estructura como de colador: te cuelas por un hueco que no necesariamente conduce a lo siguiente. Si no fuera por ellos, por el sedimento de su presencia, podría haber asegurado que ayer también estuve aquí, pasando calor... las calles se ven diferentes, y no por la considerable proporción de negocios que han cambiado los colores del escaparate, sino por la luz. Simples bloques iluminados. No es ésta la luz habitual de cuando las recorro, y a la vez la preludia. Son las mismas calles pero no lo son, y a la vez me resulta tremendamente fácil verme a mí misma de negro en el relente de la madrugada, a esa hora en la que todavía uno se cruza con los vampiros que se recogen. También me resulta fácil acercarme a mis inquietudes de novata de primero, cuando toda esta caótica variedad, lejos de estimularme, no hacía más que crearme angustia. Ahora ya no, aunque la zozobra sigue estando ahí, como estará siempre. Y nuevo hueco en el colador. Todo lo que se ha vivido no sirve para nada si no está colocado en el mismo lugar que el resto de agujeros, aunque tal vez sirva para una ocasión que ni siquiera puede sospecharse desde el momento, eso nunca se sabe. Mientras el callado estar ahí de los fantasmas no moleste, al menos uno se siente acompañado.