jueves, 24 de septiembre de 2009

Kilómetro 0


En ocasiones, a las encrucijadas les gusta confundir a la gente jugando a recuperar el sentido trascendental que ocuparon un día en sus vidas. Saben manejar el caos, la tierra, el sol, para que futuro y pasado se entrecrucen y uno quede sumido en no se sabe qué, un plano donde sólo hay un resplandor cegador y siluetas a contraluz.

El futuro llega con la rapidez y la amenaza de las nubes de borrasca. Confunde y enturbia el aire por dentro, me doy cuenta de que la posibilidad de tantas posibilidades provoca en mí casi tanta angustia como cuando llegué aquí, en primero. Estaba tan perdida entonces... tal vez no sea el símil más afortunado, pero el regusto punzante de no terminar de encajar en ningún sitio y, a la vez, de no encontrar tampoco una alternativa firme, no se diferencia tanto. Todo para darse cuenta de lo mismo, una vez más: no hay normas, no hay sentido. La fe ciega en las capacidades y el trabajo se esconde avergonzada tras cada esquina ante lo que ve. Pero para una misión de semejante calibre hace falta tener fe, algo firme al menos, aunque sea ilusorio. La incertidumbre campa a sus anchas, igual que siempre, junto con un cierto temor... ¿a qué? ¿a defraudar expectativas creadas quizás? Comenzando por las de uno mismo... la mente no consigue comprender que para los demás sigues siendo un extraño, como una de esas tantas sombras que se deslizan a tu lado, ni más ni menos, porque jamás podrán verte por dentro.

El pasado también es una sombra, con la diferencia de que se intuye más bien en lugar de percibirse. Es un chasquido, un violento latigazo interno, pero de ningún modo produce sorpresa. Ejerce un dominio tan absoluto dentro de la mente, que casi se ve como algo de lo más lógico y normal que en ocasiones le dé por salir fuera, a pasear... la viveza de los recuerdos compite con la neblina del porvenir, sin ningún miramiento por el pobre campo de batalla. Mejor no saber, mejor no querer saber, mejor que sea una mera sombra lo que produce el dolor de la constatación de un hecho. Hay que obligarse a recordar las pequeñas batallas vencidas, ahora tan ridículas y miserable frente a la magnitud de todo lo demás.

¿Al final para qué? Para llegar a la misma conclusión de siempre: lo seguro, lo estable, la garantía, acaba resultando un solemne aburrimiento. Ese bichillo inquieto, de peligrosas inclinaciones masoquistas, nos hace ir siempre en pos de lo alternativo, de lo ajeno, del riesgo. Y nosotros nos pasamos la vida creyendo que anhelamos lo contrario. Queremos una existencia tranquila y ordenada, cómoda, con horarios razonables y sin sobresaltos, sin darnos cuenta que el hábito y la costumbre acaban matando. Pero si elegimos la opción opuesta, pasarnos al otro lado, acabamos planteándonos seriamente si podremos soportar psicológicamente semejante montaña rusa.

¿Al final para qué? Para acabar en el mismo punto sin retorno de que es uno el mayor enemigo de sí mismo; el que mayor cantidad de cortapisas se pone a sus anhelos secretos sin ni siquiera darse cuenta. Sometido a una eterna contradicción sin ni siquiera darse cuenta. Nunca. Ni siquiera cuando futuro y pasado juegan a confundirse en las encrucijadas.
P.S.: Lamento haber interrumpido así mi crónica mexicana, pero necesitaba hacerlo. En breve más entradas.

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