jueves, 17 de septiembre de 2009

Asociación de víctimas del agua de jamaica.


O algo así se tiene que llamar la asociación que funde, como principal damnificada. Desde que estuve en México, sufro una seria adicción a ese líquido de llamativo color rojo intenso -y efectos diuréticos considerables- que por fortuna (o más bien que para mi fortuna -y la de los cultivadores de hibisco) no se encuentra en España. Es, con diferencia, lo que más echo de menos gastronómicamente hablando: ese despliegue de aguas de sabores que podía encontrarse en cualquier parte, y que aquí resulta bastante exótico. Tamarindo, maracuyá, guayaba, horchata, durazno, guanábana, toronja... y tantísimas otras que no me dio tiempo a probar.
Sin embargo, en lo que a percepciones sensoriales se refiere, tal vez la más arraigada que tenga de México sea el olor de la tortilla de maíz, difícil de confundir. Me imagino que cuando vuelva a oler algo parecido será una experiencia tipo magdalena proustiana. Las tortillas, como no podía ser de otra forma, son algo omnipresente en la cocina mexicana. No sólo en los tacos, sino también en platos más elaborados como los chilaquiles, las enchiladas, las chalupas, las celebérrimas quesadillas o mis queridos sopes. Tampoco puedo dejar hablar aquí de mis adorados molletes de Sanborns (lugar al que pertenece la foto), con sus frijoles y su queso fundido... La nomenclatura no siempre está demasiado clara, es como cuando intenté explicar a Elisa la diferencia entre un montadito, una pulga, una tosta... en cada sitio hacen lo que les da la gana. Pero también hay platos sin tortilla (para fortuna del pobre Simon, que llegó a su nivel de saturación de tortillas antes de abandonar el país), como los innumerables tipos de mole, o los ilustres chiles en nogada, supuestamente creados en Puebla usando los colores de la bandera mexicana como inspiración. Como excusa me parece perfecta, porque están riquísimos, algo así como una versión agridulce de los pimientos rellenos de aquí.

Una de las cosas que me encanta hacer en los viajes es visitar mercados. Me parece una de las formas más efectivas de conocer cómo es un lugar en realidad, aparte del espectáculo sensorial que siempre suponen. Tal vez sea allí donde haya tenido la sensación más intensa de estar en otro continente, por la increíble cantidad de cosas diferentes y desconocidas que pude encontrar, desde el maíz de diferentes colores hasta las flores de calabaza, el quesito de Oaxaca (mmmm!) ¡o los chapulines!; tuve mis reparos para probarlos, pero en realidad no resultan algo tan asqueroso, incluso están ricos con su tortilla y su guacamole. Sin embargo, la sección que más me gusta siempre es la de las frutas, tal vez por el espectáculo de colores y formas. Y aquí todo un universo tropical se abre ante los ojos del no iniciado: papayas de tamaño pantagruélico, mangos que se deshacen de puro dulce, melones anaranjados, las tunas que no llegué a probar... no merece la pena detenerse en descripciones si el resto de los sentidos no participan. También resulta increíble la cantidad de puestecitos callejeros donde se puede conseguir algo caliente a cualquier hora del día, sobre todo elotes -otra de mis asignaturas pendientes- y los tamales, una especie de masa de maíz rellena de casi cualquier cosa y envuelta en sus hojitas de mazorca. Mi preferido era el oaxaqueño, y siempre con elote, que es como el chocolate espeso de aquí, pero también de más sabores (el recuerdo del elote de cajeta, el dulce de leche de allí, es demasiado doloroso si no se tiene cerca).

Tal vez una de las imágenes más entrañables que tuve en mi viaje fue el descubrimiento de las gorditas de iglesia, tras un desayuno inenarrable cortesía de los tíos de Elisa. Las gorditas de iglesia -como su propio nombre indica- sólo se hacen en las puertas de las iglesias, y son tan sencillas como pedacitos de masa puestos a calentar sobre un hornillo, hasta que quedan tostadas. Aquél era un día lluvioso, y el paquete de gorditas calentito no pudo dejar de recordarme a los cucuruchos de castañas perdidos en otoños remotos de la infancia. Sin embargo, en cuanto a dulces, uno de los mayores descubrimientos fue el pastel tres leches, ¿cómo es posible que en España no haya algo así? Espero que sea simplemente que todavía no lo he conocido, porque eso sí que no tiene ningún ingrediente exótico. Sólo diré que es de esas cosas que te comes muuy despacio, con todos tus sentidos puestos en ella, y cuando se acaba parece que hubieras estado en otro mundo mientras la degustabas. Sin embargo, la estrella son los dulces enchilados, que allí devoran desde la más tierna infancia, es un entrenamiento duro el de los paladares (y los tractos digestivos) mexicanos... la prueba de fuego para todo foráneo es el Pulparindo, tan habitual como aquí los regalices, sólo que en este caso se trata de dulce de tamarindo salado y enchilado, toda una experiencia vaya. Si el peculiar sabor te gusta, es que podrás sobrevivir en el país, si no... mejor que vuelvas a cruzar el Atlántico ;). La verdad es que el tema de la gastronomía me llegó a abrumar, sobre todo en Oaxaca, el templo de la cocina mexicana, cuya estancia recuerdo como una sucesión de probar cosas y más cosas. El gran problema, el más grave, es que está todo rico, y todo el mundo se desvive por que pruebes lo que ellos consideran el non plus ultra de sus delicatessen. Viéndolo desde ese lado, tal vez estuviera bien no quedarme más de quince días, puede que si no cuando volviera a España no cupiera ni por la puerta de casa ... ¡y tan a gusto!.

4 comentarios:

  1. Señorita Raquel, debo felicitarla por sus entradas. No habría sabido que usted escribía aquí de no ser por la tan mencionada Elisa que hizo promoción del ponchamiento de llantas en su página de FB y me direccionó a venir a revisar su blog. Me gusta la narración de esta pequeña crónica de nuestro país percibido sensorialmente por sentidos extranjeros.
    Sé que no es una constante en todos, pero muchas de las cosas que describes aquí son para mí lugares tan comunes que muchas veces se enfrentan más a expresiones de hartazgo de mi parte que de disfrute.
    Y nunca había siquiera llegado a pensar que una tortilla con agua de jamaica podría tener una connotación proustiana al estilo madalena con té de limón, pero sin duda es un simil muy afortunado.

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  2. Precisamente lo interesante de ver las cosas desde fuera es apercibirse de cosas que desde dentro acaban pasando desapercibidas; a todo el mundo nos pasa, y de manera más intensa cuando mayor sea el contraste. A mí me resultaría igualmente enriquecedor conocer las impresiones desde el otro lado. Me alegro de que las entradas resulten interesantes, gracias por el comentario!

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  3. ¿Cómo llegó Don Huesos aquí antes que yo? O_O
    Disfruté muchísimo la entrada, Raquelita. Vuelvo a vivir tu estadía acá. Ya regrésate, ¿no? ¿Qué haces en España? Ya te llevo tu jamaica y más chuches. ¿Alguna otra cosita? A Gianna le da pena opinar pero hizo un puchero y dijo: "No dijo nada del sushi" :P Te mando muchos besitos. Me encanta leerte y revivir.

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  4. ¿Es acaso que te ocurre lo mismo que a muchos Mexicanos que salimos de esta tierra? No puede pasar mas de un mes... o una semana... extrañamos el olor a maiz. Extrañamos los elotes, el chocolate, el chile, el tamarindo, la jamaica, los tlacoyos... pero sobre todo, las tortillas y el chile. Es por eso que siempre tenemos que regresar. Esta enfermedad tiene un nombre, el Sindrome del Jamaicón, cuya escabrosa historia que no recuerdo por el momento. Suele suceder que, así como la bienvenida al pais de las tortillas y el nopal es la venganza de Moctezuma (dolorosa, yo lo se...), todo aquel extrangero que ha pasado algún tiempo en este pais suele contagiarse un poco del llamado "Síndrome del Jamaicon"...¡extraño las tortillas y el chile!... ¿Sientes algun deseo de regresarte ya?...
    Muchos saludos, sigo divirtiendome mucho leyendote.

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