Al volver, Madrid está lleno de fantasmas. Son fantasmas que se aparecen entre la luz, y no con la oscuridad de la noche. Se nota su presencia en las diferentes minihabitaciones de la casa, que huele muy parecido ahora a cuando veníamos aquí sólo de vacaciones, de parque de atracciones y Mc Donalds. Sólo ese olor y los armarios vacíos, con cuatro cosas olvidadas en ellos, conjuran su presencia. No son molestos; simplemente hacen que el tiempo adopte dentro de la cabeza una estructura como de colador: te cuelas por un hueco que no necesariamente conduce a lo siguiente. Si no fuera por ellos, por el sedimento de su presencia, podría haber asegurado que ayer también estuve aquí, pasando calor... las calles se ven diferentes, y no por la considerable proporción de negocios que han cambiado los colores del escaparate, sino por la luz. Simples bloques iluminados. No es ésta la luz habitual de cuando las recorro, y a la vez la preludia. Son las mismas calles pero no lo son, y a la vez me resulta tremendamente fácil verme a mí misma de negro en el relente de la madrugada, a esa hora en la que todavía uno se cruza con los vampiros que se recogen. También me resulta fácil acercarme a mis inquietudes de novata de primero, cuando toda esta caótica variedad, lejos de estimularme, no hacía más que crearme angustia. Ahora ya no, aunque la zozobra sigue estando ahí, como estará siempre. Y nuevo hueco en el colador. Todo lo que se ha vivido no sirve para nada si no está colocado en el mismo lugar que el resto de agujeros, aunque tal vez sirva para una ocasión que ni siquiera puede sospecharse desde el momento, eso nunca se sabe. Mientras el callado estar ahí de los fantasmas no moleste, al menos uno se siente acompañado.
viernes, 11 de septiembre de 2009
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