domingo, 15 de noviembre de 2009

Pulvis et umbra.



“Yo don Miguel Mañara, ceniza y polvo, pecador desdichado, pues
los más de mis malogrados días ofendí a la Majestad Altísima de
Dios, mi Padre, cuya criatura y esclavo me confieso. Serví a Babilonia
y al demonio, su príncipe, con mil abominaciones soberbias,
adulterios, juramentos, escándalos y latrocinios; cuyos pecados y
maldades no tiene número y solo la gran sabiduría de Dios puede
enumerarlos, y su infinita paciencia sufrirlos y su infinita misericordia
perdonarlos: ¡Ay de mí! ¡quien se cayera muerto antes de acabar
estos renglones; y pues van bañados con mis lágrimas fueran acompañados
por el postrer de mi vida …”.

Son las seis y media de la tarde, pero las sombras se alargan en el patio y en el zaguán de entrada. No podía irme de Sevilla sin ver esto. No hay muchas puertas abiertas, ni apenas gente. La primera sala, muros gruesos y blancos contra los que rebota la luz artificial. Partículas de olor a convento atrapadas en los paños negros de la mesa -casi un altar-, en la cruz, en la Biblia. Desde el frente lo contempla el rostro complacido de Miguel de Mañara, que observa pálido entre las tinieblas de óleo. A su derecha, la expresión cínica del niño que lo acompaña da mucho miedo. Más óleos densos y opacos se comen el muro, se abren como bocas de una caverna, y hay que pegar la nariz al cristal del armario (también forrado de paño negro) para adivinar la cubierta de los libros, de la pluma, del vaciado de la máscara mortuoria. Luz de bombilla mortecina repta por las paredes encaladas, y hace que el desparrame contorsionado del retablo de la capilla dé una impresión parecida a la de ver un grito en absoluto silencio. Hace más pequeño el espacio, lo aprisiona y lo llena de una desangelada domesticidad. Sin saber por qué, acuden recuerdos de iglesias en Jueves Santo, monumentos velados en pequeños agujeros de luz durante toda la noche. Y lo que yo buscaba está ahí enfrente, en lo alto. Mi cuadro, la Muerte que carga con el féretro y la guadaña mientras que sonríe recordando In Ictu Oculi, mortal, en un solo parpadeo, visto y no visto, ya está. Emerge de las tinieblas triunfante sobre todas las vanidades desparramadas a sus pies, humilla la inquietud humana que se pasa la vida buscándolas, cuando es Ella quien espera detrás. Finis Gloriae Mundi, hasta aquí hemos llegado. La nobleza o la sacralidad de la condición no impide la descomposición dentro del ataúd, para ser pesados como una vulgar alma más, para acabar siendo unos despojos más, anónimos, en un osario olvidado.

Pero hay en la representación de los cadáveres, en la satisfacción de la calavera, una fascinación morbosa que va más allá del propósito moral. Ese recrearse en la palidez, en el brillo de la corrupción, en el esplendor de la decadencia... un morbo que, desde luego, no difiere mucho del suscitado por el erotismo. Me resulta fácil imaginar (tirando de literatura barata y pasando de polémicas historiográficas) a nuestro personaje, enclaustrado en estos muros, deambulando, recordando sus ilustres correrías del pasado. La punzada de arrepentimiento no es incompatible con la de la complacencia al hurgar en los entresijos más turbios de la memoria, sólo Dios y él lo saben. Y hay casi un acto de desafío en encargar el epitafio de su tumba:
“Aquí yacen los huesos del peor hombre que ha habido en el mundo. Rueguen a Dios por él”

Y así pasa los días entre halagadores fantasmas. Hace mucho tiempo que decidió invertir sus riquezas materiales para que un puñado de santos varones se dediquen a redimir su alma; pero los recuerdos, la impronta de las sensaciones cobijadas en su mente, eso, jamás se lo podrán quitar. Y, sonriendo cínicamente, hace un guiño a Dios, que en su infinita sabiduría dispone que fascine eso mismo que también aterra. No teme al Infierno porque hace tiempo ya que es una sombra caminando entre sombras; porque sabe que, en la hora postrera, suplicará al ángel ajusticiador que haga leves todas sus culpas; que aunque deba rogar y arrodillarse, el Padre Celestial sabe tan bien como él que toda humillación es imposible, porque cuanto mayor es ésta mayor es también el burlesco desafío; porque Dios y él saben que podrá ser despojado de todo, pero no. Eso nunca se lo podrá quitar.

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