Existe una muerte distinta, de la que uno
ni se entera.
Para cuando se quiere dar cuenta, se le han secado ya
las raíces de los ojos.
Los demás, me matan los demás, te crees tu propia mentira.
El dolor... lo peor no es el dolor, lo peor es
la indiferencia.
Los demás, siempre los demás, como si no supiéramos que, al final,
estamos solos.
En realidad, uno sólo se da cuenta de que está muerto
cuando recuerda lo que era
estar vivo, (instantes fugaces
en los que vuelve un orden cuerdo de
prioridades).
Cómo no voy a estar muerto, si cuando me desprendo
de todos los pensamientos, el acaecer
peregrino
de las circunstancias, la envoltura de cosas vanas
en la que uno se envuelve como papel cebolla
para sobrellevar la vida,
ya no queda nada;
si no soy nada sin airear
mis zozobras, y el mundo de los vivos se ocupa poco
del de los muertos.
Y los muertos andan por ahí errantes.
Comen, respiran, saludan con educación.
Los vivos no son conscientes de que lo están aunque los vean,
los vivos están siempre muy ocupados.
Son sanos, tienen varias cosas en la cabeza en lugar
de pensar obsesivamente
en un tema.
Te miran extrañados.
¿Que cómo murió usted, señor muerto?
Hágase una autopsia.
¿En qué momento morí? ¿en qué momento los vivos fueron
los demás?
¿En qué momento me golpeé y no sentí
nada,
salvo que tú
me dolías?
No lamento la razón, sólo temo la nada tras el bisturí.
Nada,
ni siquiera visiones angustiosas.
Ni siquiera el abismo de antes
(el abismo de antes sería algo).
Cuántas, cuántas veces habré muerto ya;
tantas nadas arrastradas por el suelo polvoriento.
tantas horas de contemplar en la distancia
a los vivos
me hacen pensar si alguna vez he dejado de estar
muerta
y si lo único que hago cada vez es morirme más,
cada vez un poco más.