
En domingo, la Casa de Campo se llena de bicis. La gente huye de sus casas de barriada de aluvión y se adentra en el agujero verde en busca de sus mapas de la aventura, ordenadamente colocados cada pocos kilómetros. Hay que tener cuidado si se va correteando por ahí con los cascos, puedes ser arrollado por una tropa de ciclistas sedientos de oxígeno y vida sana. Aunque no todo el mundo va de ruta. Los laterales de la carretera están anegados de pacientes padres (y, curiosamente, padres, no madres) que adiestran a sus retoños, subidos en réplicas en miniatura de dos ruedas, o de cuatro. Inevitable recordar una cuesta frente a la cochera, y las casitas bajas frente al campo, cuando todavía había campo. La carrera esforzada a mis espaldas y la frase mágica: "si vas sola, vas solaaa" (mágica para que automáticamente perdiera el equilibrio).
Pero no sólo son niños los que empiezan. En una praderita, unos cuantos adultos sin prejuicios se las ven y se las desean para hacer el caminito de obstáculos marcado en el suelo, subidos en artilugios portátiles que difícilmente parece que vayan a aguantar su peso. Su cara de apurada concentración es todo un poema. Se encogen sobre la estructura metálica como si les fuera la vida en ello, y empuñan el manillar con pulso tembloroso, con una tensión que casi hace sentir las agujetas en los dedos que tendrán después. Los niños, sin embargo, se suben en sus bicis como si nada, empujan los pedales sin pensárselo dos veces. No tienen miedo a perder el equilibrio, no tienen miedo a caerse. Si zozobran, si acaban en el suelo, simplemente esperan a que papá mire para dejar patente el coscorrón con un buen berrido, y después todos tan contentos. Los adultos, sin embargo, dan dos pedaladas temerosas y echan el pie. Casi se pasan más tiempo con el pie en el suelo que encima de los pedales, por lo que acaban dando una impresión como de reptar por la arena en lugar de rodar sobre ella. Es lógico, su agilidad ya no es la misma y conocen el temor, el mismo temor que tal vez les haga echar el pie cuando simplemente tenían que pedalear con un poco más de decisión. Es lógico, tienen que aprender a destiempo y a destajo algo que deberían haber aprendido cuando tenían toda la vida por delante para practicarlo -y no el bloqueo del miedo a caerse. ¿Y qué pasa si te caes? casi es peor la angustia de pensarlo que el golpe en sí, el agónico arrastrar del pie que la pérdida del equilibrio y el sometimiento inevitable a la fuerza de la gravedad. Pero por desgracia no todo el mundo tiene -tenemos- la oportunidad de aprender cada cosa en la edad adecuada. Te aceleras renqueando, intentando llegar a tiempo, pero no siempre lo consigues. Algo parecido me ha pasado este año: he tenido que aprender muchas cosas en poco tiempo y a destiempo, tratando de subsanar el tiempo perdido de la mejor manera posible. Y también echo el pie al suelo, y me encojo sobre una bici extraña, y el miedo me anula cuando no debería hacerlo. Y no recuerdo que es mucho peor la angustia, las noches en vela pensando el golpe, que sentirlo; pegar un buen berrido para que te oigan; recoger tu maltrecho artilugio; sacudir las rodillas raspadas y hacer girar el pedal una vez, otra vez más, las veces que hagan falta. Porque al fin y al cabo, al único -sólo al único- que va a haber que acabar rindiendo cuentas es a uno mismo. Espero no olvidarlo fácilmente para el año que comienza.








A pesar de la hora, Mitla era un pueblo fantasma. Empezaba a nublarse, además, y revoloteaban, haciendo ruido, los plásticos que cubrían los puestos del mercado. Las pocas señoras que quedaban en la placita nos miraban con recelo, normal. No sabíamos muy bien qué hacer, el yacimiento estaba cerrado por los bloqueos de los maestros, así que entramos a la iglesia, que parece que es algo que hay que ver en todo pueblo. En el interior de la nave, la clásica acumulación de imágenes que nadie sabe dónde meter pero que tampoco se pueden meter en cualquier sitio, véase Cristos yacentes, Vírgenes con pelo de verdad o monaguillos que casi es peor que sonrían. Pero al lado del altar mayor estaba lo mejor: una Virgen de lo más típico, sí, pero bajo ella se agitaba el busto de una mujer entre las llamas del Infierno con la típica contorsión barroca imitada hasta la náusea. A ambos lados de la imagen, alguien había tenido la brillante idea de colocar dos muñequitos (porque a aquello no se le podía calificar de ángeles, ni siquiera de tiernos infantes) pelones, con los ojos del tamaño de pelotas de tenis, portando una velita con lamparilla eléctrica y haciendo un suave movimiento ondulante, ambos a la vez, con la parte superior del cuerpo (essssse, essssse), y todo en el más absoluto silencio. Nos miramos. cualquier comentario habría desbaratado la imagen.









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